martes, 28 de agosto de 2012

De abuelos, niñez y otras cosas.

Nací en Tabasco. Mis abuelos paternos fueron gente de campo. A finales de los años 60 llegaron, junto con otro puñado de personas, en calidad de colonos a unos terrenos donde se constituyeron como ranchería y le nombraron "El Bajío". En la actualidad, con el crecimiento de la cabecera municipal de Cárdenas esta ranchería ha sido absorbida en parte por la mancha urbana, perdiéndose mucho de su carácter rural de antaño. Pero en la época en que ellos llegaron ahí, era un paraje selvático en el que abundaba toda clase de animales. Mi papá me contaba de cómo tuvieron que habérselas para tumbar la vegetación y abrir espacios para el cultivo y el ganado. Contaba de los monos saraguatos que, en las mañanas, rugían a coro. De los venados, tepezcuintles y armadillos. Contaba también de un pequeño río que cruzaba cerca de ahí, donde era posible encontrar tortugas, camarones y peces.
 Para la época en que yo de niño visitaba cada domingo a los abuelos, dicho río ya era sólo un cauce seco donde eventualmente se estancaba el agua de lluvia y se convertía en un enorme criadero de sapos y mosquitos. La selva que existía antes ahí había sido reemplazada por extensiones de potreros para el ganado y plantaciones de cacao, que serían lo más parecido a una selva que me tocó conocer en ese entonces. De la fauna que vivió, mi abuelo conservaba un par de cornamentas de venado que utilizaba como ganchos para colgar la ropa. Nada quedó de ello. En parte por lo que me contaban ellos y en parte por lo que leía en los libros, me imaginaba que al andar por los cacaotales súbitamente surgiría un venado corriendo entre la vegetación, huyendo del "tigre" (como llaman allá al jaguar), mientras una algarabía de monos y aves dominaba las copas de los árboles. Eventualmente, al husmear aquí y allá, era posible encontrarse culebrillas, insectos y uno que otro sapo gigantesco. Había muchos árboles de gran tamaño, que eran los que le proporcionaban sombra a las matas de cacao. Uno de ellos era una ceiba, de la que decía la gente del lugar que era punto de reunión de duendes y cosas así. 
Sin duda, las visitas dominicales a los abuelos eran interesantes. Podía corretear gallinas en el patio, alimentar a los cerdos, cortar guayabas, moler maíz para las tortillas y cacao para el pozol, jugar futbolito con las primas, ir a los potreros a ver a las vacas y ponerles sal en los comederos. O simplemente, soñar un rato con los ojos bien abiertos e imaginar que era un explorador en medio de la selva a punto de descubrir alguna pirámide antigua (aunque en realidad sólo fuese una pila de ladrillos dejada en medio del cacaotal). Fue, pese a todo, una buena época y guardo muy buenos recuerdos de ella. Ya les contaré después cómo fue estar en una verdadera selva.

martes, 21 de agosto de 2012

Asuntos ofídicos.

Para la gente que habita en campo, una de las mayores preocupaciones y algo ante lo cual siempre deben estar alertas, es el posible encuentro con reptiles venenosos. En México, especialmente en la zona tropical, son frecuentes los casos de mordeduras de víbora, muchos de ellos con desenlace fatal. En ese caso, la especie responsable es con mayor frecuencia la nauyaca (Bothrops asper). En las zonas áridas del norte, por el contrario, la especie venenosa más frecuente es la víbora de cascabel o Crotalus, que en México cuenta con numerosas especies, distribuidas en varios tipos de vegetación. Según especialistas, 35 de las 40 especies de víboras de cascabel habitan en nuestro país, muchas de ellas endémicas. Una de las especies más comunes en la región noreste (Nuevo León y Tamaulipas) es la cascabel diamantada (Crotalus atrox), misma que es frecuente encontrar en las zonas de matorral espinoso. Cuando trabajé en Reynosa, una de las principales preocupaciones de la gente que trabajaba en obra perforando pozos de gas era precisamente toparse con alguna de ellas. En mi caso, fueron pocas las veces que me topé con estos bichos en campo. Esta, por ejemplo, era un ejemplar de unos 50 cm que estaba enroscada debajo de unos macollos de zacate. Uno de los chavos de la obra fue quien la vio. Era un día muy frío de diciembre, así que estaba aletargada y en reposo. Aun así, muy prudentemente le sacamos la vuelta, jeje. 

Conforme pasan los meses de frío, las víboras empiezan a salir de sus madrigueras y aprovechan la luz del sol para termorregularse. Al andar en monte cerrado, había que poner atención precisamente en aquellos puntos en los que incidiera la luz solar, porque era probable que ahí estuviese alguna víbora tomando sol, como fue el caso de este otro ejemplar. 

 Por el contrario, durante la temporada de calor, hay que poner especial atención debajo de los arbustos, que es donde las víboras se enroscan para resguardarse en las horas más calientes del día. Por el diseño y coloración de sus escamas es fácil no advertirlas, entre la hojarasca y el juego de luces y sombras. Ese fue el caso con este ejemplar, mismo que estuve a punto de pisar porque venía abriéndome paso entre la vegetación con el machete, pero sin ver hacia abajo. Fue un leve movimiento de la víbora lo que me hizo darme cuenta de que ahí estaba. Un animal bastante grande, como de 1.80 m, y por ende, con suficiente veneno para provocar un verdadero desmadre. No hice sino detenerme en seco, el pie a un metro de distancia, cuando mucho. Retrocedí y llamé a mi ayudante para que trajese una vara larga y retirar a la víbora, por seguridad de ambas partes. Mi ayudante insistía en matarla, lo cual por supuesto no permití. Con ayuda de la vara, ahuyentamos del sitio al animal. Al desenroscarse es cuando pudimos ver cuán larga y gruesa era (sin albur) y la vimos internarse en el monte, fuera de peligro (nosotros, no ella)
Y así como abundan las víboras venenosas, también hay serpientes no venenosas que gustan de comerse a sus primas. Una de ellas es la culebra negra (Coluber constrictor), una especie que, aunque no venenosa, también puede ser agresiva con el hombre. Siempre que se produce un encuentro entre una de estas culebras y una víbora de cascabel, se sabe que el resultado será favorable a la primera, especialmente por su inmunidad al veneno y su ataque fulminante, dando muerte por constricción, como lo hacen los pitones y anacondas. En este caso, fue una piel producto de una muda lo que encontramos a la entrada de una madriguera. El cuero estaba casi completo y tendría una longitud de 1.80 m, más o menos. Por cierto, olía terriblemente.

En fin, espero que estos encuentros se mantengan como poco frecuentes. Por seguridad de todos =P

martes, 14 de agosto de 2012

Pic of the week

Una serpiente de agua (Thamnophis sp.) deambula por su hábitat, cuidadosamente reproducido, en el herpetario del Museo del Desierto, en Saltillo, Coahuila. Con casi 1000 especies, México es el país del mundo con mayor número de especies de anfibios y reptiles, muchas de ellas endémicas y en alguna categoría de riesgo debido a la sobrecolecta de ejemplares, la cacería, pérdida de su hábitat  y la depredación por especies introducidas. Un mayor sistema de vigilancia contra el tráfico de especies, la protección de vastas áreas naturales y el control de especies exóticas puede ayudar a que muchas de estas especies no desaparezcan. El factor decisivo será también un cambio de actitud de la gente hacia estos organismos, viéndolos más como aliados que como bichos dañinos. 

jueves, 2 de agosto de 2012

Balada del güije


¡Ñeque, que se vaya el ñeque!
¡Guije, que se vaya el güije! 

Las turbias aguas del río 
son hondas y tienen muertos; 
carapachos de tortuga, 
cabezas de niños negros. 
De noche saca sus brazos
el río, y rasga el silencio 
con sus uñas que son uñas 
de cocodrilo frenético. 
Bajo el grito de los astros, 
bajo una luna de incendio, 
ladra el río entre las piedras 
y con invisibles dedos, 
sacude el arco del puente 
y estrangula a los viajeros. 

¡Ñeque, que se vaya el ñeque! 
¡Güije, que se vaya el güije! 


Enanos de ombligo enorme 
pueblan las aguas inquietas; 
sus cortas piernas, torcidas; 
sus largas orejas rectas. 
¡Ah, que se comen mi niño, 
de carnes puras y negras, 
y que le beben la sangre, 
y que le chupan las venas, 
y que le cierran los ojos, 
los grandes ojos de perlas! 
¡Huye, que el coco te mata, 
huye antes que el coco venga! 
Mi chiquitín, chiquitón, 
que tu collar te proteja...
¡Ñeque que se vaya el ñeque!
¡Güije, que se vaya el güije! 

Pero Changó no lo quiso. 
Salió del agua una mano 
para arrastrarlo...Era un güije. 
Le abrió en dos tapas el cráneo, 
le apagó los grandes ojos, 
le arrancó los dientes blancos, 
e hizo un nudo con las piernas 
y otro nudo con los brazos. 

Mi chiquitín, chiquitón, 
sonrisa de gordos labios, 
con el fondo de tu río 
está mi pena soñando, 
y con tus venitas secas 
y tu corazón mojado...

¡Ñeque, que se vaya el ñeque!
¡Güije, que se vaya el güije!
¡Ah, chiquitín, chiquitón, 
pasó lo qué yo te dije!

Poema de Nicolás Guillén
Escritor cubano
1934