lunes, 12 de marzo de 2012

Esa noche en la ópera.

El reloj marcaba más de las 8 p.M. y yo me revolvía inquieto en la butaca de aquel teatro parisino, impaciente porque la presentación no iniciaba y porque no entendía para qué me había traído mi padre a ese lugar. "Quiero que conozcas más allá de lo que te enseñan en la escuela" fue su comentario cuando compró los boletos en la taquilla. A mis casi 12 años en aquel entonces, me resultaba difícil entender qué más podría aprender fuera de la escuela, dado que lo único que me interesaba  era jugar futbol con mis amigos después de clases. 
"¿A qué hora van a empezar?", pregunté lleno de impaciencia. "Tengo hambre, quiero ir al baño, me duele el trasero" continuaba. Mi papá sólo me miró fijamente, y con esa mirada supe que debía mantenerme quieto. De mala gana obedecí. Me crucé de brazos y, ofuscado, me desparramé en la butaca. Detrás del telón se escuchaban los preparativos. Los de la orquesta afinaban sus instrumentos y se oía el murmullo que antecede a una presentación. Yo no sabía de qué. Hasta que dieron la tercera llamada. 
Y ahí fue cuando la vi.
De pie, en medio del escenario, rodeada de un numeroso coro. No podría decirse que era bella. Sin embargo, su presencia física era imponente. De oscura y brillante cabellera recogida en un sencillo peinado. Ojos enormes y expresivos, enmarcados por el maquillaje. Su vestuario era sobrio, pero elegante. El destello de los diamantes en su cuello y orejas fue lo que me sacó de mi ensimismamiento e hizo que me sentara derechito en la butaca y hasta me inclinara un poco hacia delante para verla mejor. 
Sonaron los primeros acordes de la orquesta. Ella, inamovible, permanecía de pie sobre el escenario. Los brazos en cruz sobre el pecho. Una expresión de gozo manifestada por una sonrisa del deleite que siente alguien que sigue lo que le apasiona. Sonó la flauta transversa. Uno no podía menos que sentirse irremediablemente atraído hacia aquella figura femenina que parecía en trance ante cada nota. Y fue cuando empezó a cantar. Nunca antes había escuchado algo semejante. Palabras en un idioma desconocido para mí que, sin embargo, eran de gran hermosura por la forma en que ella las cantaba. Mi padre notó el efecto que la cantante había tenido en mí. Se acercó levemente y empezó a susurrarme de qué trataba ese canto. Era la súplica de una sacerdotisa ante la diosa Luna. Una por una, me fue traduciendo las estrofas: "Casta Diosa, que plateas estas antiguas y sagradas plantas, vuelve a nosotros tu bello rostro, sin velo y sin nubes...."
Había en ese canto pasajes de gran delicadeza, que daban paso a episodios de apasionado arrebatamiento. Como hipnotizado, seguía los movimientos de la cantante por el escenario, sin perder detalle de nada. El coro en un momento dado cometió un error. Ella, con tan sólo un gesto de su mano, pudo ser capaz de manejar la situación a la vez que remediaba ese traspié con sus magníficas notas. Una mirada incendiaria por parte de ella fue toda su respuesta ante el error de sus acompañantes. Sin embargo, no dejó que ese error le amargara la presentación. Continuó con su expresión de júbilo. Una gran capacidad histriónica era el complemento para su habilidad vocal.
"¡Ah, regresa de nuevo, cual eras entonces, cuando el corazón te di, ah, regresa a mí!" concluía ella en su canto. La audiencia estalló en aplausos. Satisfecha, sonrió, mientras volvía en sí de su propio trance. Y yo volvía del propio.
Y fue así como supe que existía alguien llamada María Callas. 

5 comentarios:

AlexCerati dijo...

Fact or fiction?

Noé dijo...

Realismo mágico, jajaja. Ficción, claramente mi estimado.

Jesús P H dijo...

Ah, que experiencia tan vívida! (Aunque sea ficción)

Noé dijo...

Debió haber sido genial verla y oírla en el escenario =)

Unknown dijo...

volver de un trance: nunca como caer en él, pero tan intenso, tan único, que puede recrearse, o contarse como si hubiera sucedido

de esa manera, al menos

hermoso