domingo, 29 de mayo de 2011

La mano de sangre.

En las paredes de los viejos templos del Mayab, en las ciudades muertas, hay estampada, muchas veces, una mano de sangre.
Si nunca la has visto, el agua fría del espando te bañará el cuerpo cuando la veas. Y si ya la conoces, nunca dejarás de detenerte delante de ella, callado y meditando.
Roja es la mano de hombre pintada sobre la pared, lo mismo sobre el estuco fino que sobre la piedra pulida, a lo alto de un brazo levantado por un hombre de pie.
Es tal como si un hombre hubiera empapado su mano de sangre y la hubiese apoyado, de palma, sobre el muro. Es una cosa que hace temblar.
Entras al templo, solo y contigo mismo, y vas despacio hasta que llegas frente a la mano de sangre. Ella está allí y la ves toda roja, en lo sombrío de la sala; misteriosa como una marca hecha en el fondo del tiempo, y llena de majestad, como la imagen de un dios.
¿Qué estás pensando?
Es un enigma extraño que te pregunta desde lo más hondo y lo más oscuro, y tú le respondes preguntándole. Nada más.
Piensas en que te han contado que es la señal de un príncipe que mató a su hermano y que luego fue por todas las ciudades, errante y triste, y en dondequiera que se apoyó dejó la estampa de su mano ensangrentada.
Piensas en que te han dicho que esa mano era el sello del dominio que ponían
los guerreros vencedores sobre las ciudades vencidas, cuando iba acabando el gran Mayab.
Y piensas todo lo que se le ocurre pensar al que está frente a una cosa extraña y muy antigua, que no comprende.
Los indios viejos a quienes interrogas se callan, y bajan la cabeza y no te dicen nada. Quizá ellos lo saben, pero no lo dicen.
Si alguno hablara de ello, te diría que esa mano de hombre no fue puesta allí por ningún hombre. Y tal vez quien esto diga, diga algo de la verdad.
Muchas manos hay de éstas que marcan con sus signos rojos los desiertos templos antiguos, a lo largo y a lo alto de las paredes de piedra silenciosa.
En las salas huecas y oscuras no hay nada que hable sino esas manos, que parecen vivas y que hablan sin voz. Tú las oyes, pero no las entiendes.
Allí aparecieron, hace varias veces mil años, y se mostraron de repente y hablaron a los que las podían comprender.
Su señal de sangre no está sólo en la superficie, sino que traspasa el revoque de cal, y traspasa la piedra gruesa, y a veces llega al otro lado, como si el muro hubiera chupado la sangre de la marca roja, y en todo el cuerpo ancho de la pared se hubiera pintado igual por dentro. Si tienes valor, rompe una de estas piedras antiguas y sagradas, en que está el signo de la mano, y por dondequiera que la partas, la forma de la mano encontrarás. Viendo esta cosa maravillosa, ¿piensas que los hombres son los que la han hecho?
En los tiempos en que llegó Maní, que quiere decir que "todo pasó", éste fue su signo y su anuncio. Cuando lo vieron aparecer, los hombres huyeron de las ciudades santas y las despoblaron.
Entonces fue cuando desaparecieron las cabezas de ciertas estatuas de los dioses que ya no debían de ser vistas.
Entonces fue cuando los secretos de la blanca sabiduría se ocultaron en los pozos profundos, y cuando en todas partes se tapiaron las puertas del santuario antiguo. ¡Entonces fue cuando todo pasó!
Pero la mano roja quedó estampada en las paredes, y después de tiempos que nadie puede contar, los hombres la ven y palidecen, y ella habla sin voz, y el que la escucha no la comprende, pero tiembla.
Hijos de los hijos del Mayab, hijos de los hijos ciegos y sordos de la gran sabiduría, vosotros, los que habéis de venir en el día que se acerca, naceréis con ojos para ver y oídos para oír y con luz dentro de vosotros para comprender.
Vosotros, que habréis vuelto de lo hondo del tiempo a pisar la tierra sagrada del Mayab, oiréis todos sus enigmas y los explicaréis al mundo.
Entre tanto, no nos queda sino estar callados y palidecer....
Antonio Médiz Bolio
La tierra del faisán y del venado (Fragmento).

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