jueves, 12 de agosto de 2010

Omawari

Omawari dormía. Más bien, estaba sumida en una especie de letargo. Sin embargo, parte de ella se conservaba atenta a lo que ocurría a su alrededor. Su hogar en lo alto de la sierra se hallaba rodeado por hielo y nieve. No había cesado de nevar en dos días. Los pinos se habían cubierto de blanco hasta donde la vista alcanzaba. El alimento escaseaba y las temperaturas iban en descenso. El invierno en esta región era de una belleza que bien podría acarrear consigo muchas penurias para aquellos que no estuviesen preparados para recibirlo. Mas no era el caso de Omawari. Tenaz, con una vitalidad sorprendente, había logrado llegar a su madurez y ahora se preparaba para un evento importante en su vida. Sin embargo, resentía la falta de alimento. Había perdido peso. De vez en cuando, la vida que se gestaba en su interior provocaba pequeñas revoluciones, haciéndole agitarse y perder la serenidad. Sabía que debía resguardarse para poder recibir a la criatura. Y para estar a salvo de cualquier peligro. En su estado era asunto muy delicado andar merodeando en el exterior.
Omawari notaba cambios en su cuerpo conforme la gestación avanzaba. También en su temperamento. Por momentos se ponía irritable. Otras veces le daba por retozar en los prados y jugar con cuanto objeto se le pusiera enfrente, como cuando era cachorro. También le daba por probar todo tipo de alimentos. Otras veces andaba inapetente. Se paraba a la orilla de los ríos y sólo veía pasar los peces de un lado a otro, siguiendo su trayectoria con la mirada, pero sin la intención concreta de capturarlos. Sabía, sin embargo, que bajo su condición debía alimentarse muy bien. Sólo ella proveería alimento para la cría. Una nueva vida dependería enteramente de ella. En ese momento tal vez no lo sabía. Pero el instinto se encargaría de hacerle ver su responsabilidad.
En la oscuridad de esa cueva, Omawari sintió los esfuerzos de esa nueva vida por salir al mundo. Dolores intensos, espasmos. Contracciones y dilataciones. Sangre, fluidos extraños y placenta fueron el resultado de horas de esfuerzo. Una minúscula bola de carne sin pelos chilló agudamente en la cueva. Otra pequeña bola le imitó en el acto. Ciegas ambas, indefensas e incapaces de valerse por sí solas en el mundo exterior, se aferraron a esa tabla de salvaguarda que representaba la madre en ese momento. Y de ella no se soltarían durante mucho tiempo más.

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