jueves, 29 de octubre de 2009

Sequía

Días…semanas….meses…3 años ya que cielo se rehusaba a derramarse en lluvia. Las cosechas se perdieron. El grano del maíz se calcinó apenas tocó la escasa tierra que se deposita sobre esa gran concha de roca en la que se asienta el reino. Las milpas que ya estaban crecidas se marchitaron y fueron como paja. No maduraron las mazorcas. Las espigas ardieron como estopa, produciendo nada más que desencanto y desesperación. Día con día, el sol inclemente castigó la tierra, hiriéndola con incesante calor infernal, subyugándola bajo el peso del sopor de saber que el tiempo pasaba y las reservas de alimentos se agotaban paulatina, pero constantemente. Se borraron las sonrisas. Cesaron las danzas, los cantos, los juegos de los niños. Cada vez era necesario ir más profundo en los contados pozos que aun tenían líquido. En vano las súplicas del campesino, los ritos sacerdotales, las ofrendas propiciatorias, las doncellas sacrificadas, la sangre del rey en sus autoflagelaciones. Un cielo incandescente se cernía sobre las ciudades, tostando las piedras de los edificios y monumentos, haciendo pesado hasta el simple hecho de respirar.

Los árboles fueron despojados de sus mantos de hojas. Callaron las aves, su plumaje perdió color. Una a una caían de las ramas como la fruta madura que nunca fue cosechada. Las que pudieron, volaron lejos de allí. Las fieras se disputaban siquiera un rincón en los pocos sitios donde aún había agua. El venado perdió miedo al jaguar. Éste, demasiado débil siquiera para gruñir quedamente. Y por último, bebían juntos. Donde antes había profundos pozos ahora sólo se veían amplios boquetes, heridas abiertas en la tierra. Heridas con pestilencia a muerte y podredumbre. Día tras día, las negras auras y los gavilanes dieron cuenta de cada uno de los habitantes del monte. Sobrevolando el descampado, agrupándose en parvadas, listos los picos y las garras para lanzarse sobre las criaturas, aún estando moribundas. La tierra entera gemía y se lamentaba. Y su lamento subía hasta el cielo. Más no conmovía a los dioses…
...Tengo hambre, madre, y me siento muy débil. Hace mucho calor. Es de noche y hace mucho calor. Madre, ¿cuándo acabará esto? ¿por qué los dioses están enojados y nos castigan así? Débil estoy y los mosquitos me molestan mucho. Madre, ¿puedes prender el sahumerio? Así se irán estos bichos. Yo no puedo hacerlo, mis piernas apenas me sostienen. Mi estómago gruñe, ¿lo oíste? Ya nuestros vecinos se han ido. Y tú, madre, esperando a papá. Él prometió regresar, nos lo dijo muy claro. Y que traería provisiones. Sé que lo hará, madre. Siempre ha cumplido su palabra. Parece que tarda su regreso, pero sé que no es así. ¿No lo crees tú también?

Él volverá, junto con las lluvias. Ya lo verás, madre. La tierra cantará de nuevo. Esa canción dulcísima, como las que tú inventabas cuando ibas con tu cántaro al pozo de la aldea. Y cuando vengan las primeras lluvias, entre todos mis amigos haremos una gran balsa de troncos y navegaremos por el gran río, jugando a que somos guerreros. Y tú volverás a sonreír, madre. Y te arreglarás el cabello como tanto te gustaba hacerlo. E irás con cántaros nuevos al pozo, tarareando alguna nueva canción que se te haya ocurrido. Que será hermosísima, ya lo sé. Y tomarás un ramilletito de flores del jacinto que crece en las orillas de la laguna, y te lo pondrás en tu cabello. Y yo, a tu lado, me sentiré el niño más orgulloso del reino, por tener a la mamá más bella del mundo. Y los vecinos estarán de acuerdo conmigo….
¿Verdad madre, que todo esto sucederá? ¿Verdad que será pronto?

….Recostada sobre su estera, la madre sonrió levemente. Acarició el rostro de su pequeño. Dijo “buenas noches, mi príncipe”, le besó la mejilla y se levantó a encender el sahumerio. Volvió a recostarse. Aunque estaba muy cansada, tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el pequeño no la oyera sollozar….
Silencio absoluto. El monte, alguna vez de verdor exuberante, era ahora sólo una sucesión interminable de troncos secos y huesos blanqueados. Sangre y hedor llenaban la tierra. Las aldeas vacías. La gran ciudad, antes rebosante de vida, ahora estaba habitada sólo por fantasmas y unos cuantos medio vivos que no pudieron emprender el éxodo masivo…
Desde el norte, sobre la línea del horizonte, donde la tierra se juntaba con el mar turquesa apareció una pequeña mota blanca. Insignificante. Pasaron algunas horas. La mota blanca no venía sola. Como un contingente de guerra, grandes nubes se aglomeraron y formaron un frente. El viento, antes seco y quemante, ahora venía cargado de humedad, como el mensajero que trae buenas nuevas. Sopló con furia, removiendo las hojas secas, formando torbellinos con ellas, llevándose el hedor a muerte que impregnaba todo. El cielo cambió de aspecto. De azul celeste al más oscuro cobalto. Estalló el relámpago. Resonaron potentes truenos. Y sucedió. Una…dos….cientos…miles, millones de gotas se precipitaron en un diluvio torrencial sobre la comarca sedienta. La tierra recibió en sus entrañas semejante bendición. Y la tierra cantó, sólo una vez más. Y su canto fue hermosísimo. Dichosos los que vivieron para escucharlo.

4 comentarios:

Guapóloga dijo...

Ays!! Qué bonito cuento!!!

Un chico de Lima dijo...

qué lindo!!

Carlos dijo...

oye buenísimo, me quedé con ganas de un final trágico... hoy ando medio bélico :p

Noé dijo...

Guapolog@:
Gracias, de todo corazón.

Javier:
Muy agradecido, muy agradecido. Saludos hasta Lima!!!

Carlos:
Jeje, trankilo. Para finales bélicos o trágicos basta ver nuestra realidad. Gracias a ti también, hasta pronto!!!
BUEN FINDE A TODOS!!!!